A Aristóteles le gustaba caminar dando clases, por eso fundó la escuela de los peripatéticos, que significa “itinerantes” o “ambulantes”. Caminar le permitía pensar.
Kant salía a caminar todos los días a la misma hora,
hacía el mismo recorrido siempre, sin importar el clima. En una oportunidad se
distrajo leyendo al Emilio de Rousseau y, quienes lo veían pasar a diario, se
preocuparon seriamente por su salud. Para él caminar era un ritual.
Las caminatas de Nietzsche eran diferentes,
comenzaban de una manera tan intempestiva como sus ideas. Podían durar minutos
o llegar hasta las ocho horas porque, según decía, hay pensamientos que solo se
pueden tener en soledad y a seis mil pies de las montañas. Decía que no había
que creer en ningún pensamiento que no hubiera surgido al aire libre. Salir a
caminar para él no era una distracción, era parte de su acto de escribir.
Arthur Rimbaud no se definía como un poeta, sino
como un peatón. Se mantuvo deambulando toda su vida. A pie, siempre a pie. Para
él resultaba imposible quedarse quieto, hasta que su rodilla se inflamó y
tuvieron que amputarle la pierna. Sus últimas palabras fueron: “Deprisa, nos
esperan”. Caminar era una forma de dejar atrás, de huída.
Ray Bradbury, al contrario que muchos humanos,
prefería caminar los días de viento y de lluvia, salir a disfrutar del hermoso
mal tiempo sin paraguas, para mojarse, era una forma de sentirse vivo.
Yo prefiero caminar de noche, sin las presiones que trae el día, distraídamente, por donde sea, dejando que las ideas caigan cual hojas en el otoño, como asociando libremente. Pero cada tanto aparece ella en mi cabeza. No estoy segura si siempre me acompaña, o si es mi camino.
LxA
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