El domingo 12 de febrero de 1984 en que Julio Cortázar murió en París, la ciudad de Buenos Aires fue escenario de un hecho inédito en su historia: una invasión de mariposas. Al día siguiente, los científicos explicaron que una oleada de calor en una zona rural vecina originó una migración inicial de mariposas en busca de fresco, y que miles de ejemplares fueron acoplándose durante el trayecto, hasta que desembocaron en el centro porteño.
El fenómeno no se ha
repetido, hasta hoy, pese a que ha habido veranos mucho más calurosos que
aquel. Las crónicas, las notas y los comentarios publicados por entonces no
relacionaron aquella alteración momentánea de la ecología de la ciudad con el
deceso del escritor. Para casi todo el mundo se trató de una curiosidad
científica o, en todo caso, una “nota de color” a la hora de conformar la agenda
informativa de los medios, tan aburrida, en general, durante los meses de
calor.
Para Cortázar hubiera
sido normal no sólo porque amaba las mariposas desde su niñez (y eso consta en
su obra) sino también porque la irrupción de los elementos fantásticos en la
más rutinaria de las normalidades era una de las claves de su narrativa. Que
una ciudad que amó a un escritor resultase invadida por los más hermosos
insectos el día de su muerte fue una de esas causalidades que él buscó y
atesoró durante buena parte de su existencia.
* Fuente: Libro ”Cortázar para Principiantes”
Polimenio, Carlos - Buenos Aires: Era Naciente, 2006.
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