Resulta muy probable que al escuchar hablar de José
María López Lledín, muy pocas personas sepan realmente de quién se trata. Pero
si por el contrario, leyera que se trata de El Caballero de París, la inmensa
mayoría de los cubanos identificaría de inmediato a uno de los personajes más
conocidos y simbólicos de nuestra ciudad
.
Es cierto que muchos no lo conocieron, pero,
indudablemente, las leyendas urbanas, esas que parten de hechos reales
distorsionados y con datos ficticios, ubican a La Habana como fuente de abasto
de historias míticas que guardan poderosos secretos. Así ocurre con el
testimonio de la vida de este personaje que encarna uno de los peldaños más
altos de esas leyendas de figuras callejeras, rodeado del folclore que forma
parte de la historia capitalina.
Decía llamarse Don Emanuele, Francisco José,
Antonesco María de Jesús, San Germán, Carlos, Alfonso, Luis, Felipe, Santiago,
Pelayo y hasta Enrique. Su apellido, que no era menos largo que su nombre,
incluía los apelativos: López, Llervandik, Grau, Mauraz, Soto, Méndez de Núñez,
Luna de León y Flandes de Vieja, aunque familiarmente le decían el Caballero de
París, sin que la partida de nacimiento que atestiguaba su existencia terrenal,
se hubiera expedido precisamente en la Ciudad Luz.
Lo cierto es que nuestro entrañable y peculiar
Caballero, nació en Fonsagrada, provincia de Lugo, en Galicia, España, el 30 de
diciembre de 1899 y fue el único de once hermanos que aprendió a leer y a
escribir. Dicen que dedicó muchísimas horas a completar su educción, no pudo
concluir sus estudios de Bachillerato, pero siempre prefirió la lectura y la
buena música.
Llegó a Cuba sin haber cumplido los quince años de edad y trabajó en diferentes
actividades, como suelen hacer los emigrados y se dice que trabajó como
sirviente de restaurante en los hoteles Inglaterra, Telégrafo, Sevilla,
Manhattan, Royal Palm, Salón A y Saratoga.
Era de mediana estatura, menos de 6 pies y tenía el
pelo desaliñado, castaño oscuro, con profusión de canas y barba, con uñas
largas por no haberse cortado en muchos años y siempre se vestía de negro, con
una capa también de ese color, incluso en el calor del verano; llevaba consigo
un montón de papeles y una bolsa donde iban todas sus pertenencias.
"Ningún habanero habría ofendido de palabra o
de obra al Caballero de París, asegura el Doctor Eusebio Leal, historiador de La
Habana, admirado calladamente… ni niño alguno lanzaría contra él una palabra
altisonante; a nadie importunaba, no podíamos explicarnos dónde comía o bebía,
y, en su aparente vagar por la capital, era probable hallarlo en algún sitio
recóndito donde ocultaba su lecho ordenado con restos de papeles y cartones,
inseparablemente unido a su insólita biblioteca."
En realidad nadie sabe de dónde le vino su apodo,
quizás de su forma de vestir o de sus historias de reyes y piratas que contaba
a todos; lo que sí es cierto es que pocos sabían su verdadero nombre y para
todos era sencillamente el Caballero de París, inmortalizado por autores
musicales, pintores y poetas que lo citan como referente indiscutible de La
Habana.
Se cuenta que perdió el equilibrio mental después
de haber sufrido prisión en El Castillo del Príncipe en La Habana, de manera
injusta por un delito que no cometió, tras su excarcelación y a partir de las
primeras décadas del siglo XX comenzó a deambular por las calles devenido
personaje popular que cambiaba de personalidad y que le acompañó hasta su
muerte.
Hasta Diciembre de 1977, cercano a sus 80 años, se
le vió por las calles momento en que fue necesario internarlo en el Hospital
Psiquiátrico de La Habana en las afueras de la ciudad, para tratar de mejorar
su delicado estado mental. Su psiquiatra el Dr. Luis Calzadilla Fierro, último
acompañante de sus días a quien llamó su fiel mosquetero dictaminó
que padecía de Parafrenia: delirio imaginativo con confabulaciones y un
deterioro no significativo de la personalidad.
La historia de vida está recogida en un libro del
mencionado psiquiatra, titulado “Yo
soy el Caballero de París” publicado en el año 2000, en el que
publica una copia fotográfica del certificado de nacimiento y la lista de
entradas de pasajeros cuando él llegó a Cuba y una copiosa documentación hasta
el reporte de su autopsia.
“El Caballero” confesó a Calzadilla que nunca
se había casado, pero que tenía un hijo y una hija de una señora que era
secretaria de una compañía azucarera. También le contó que su hijo vivía en
Marianao y trabajaba en la radio, y que la madre e hija se habían ido de Cuba.
El 11 de julio de 1985, el caballero andante de las
calles habaneras se despidió de este mundo, pero según se cree antes de partir
recobró algo de lucidez.
Cuenta su doctor que aquel día de su muerte, Lledín inició un curioso diálogo como si quisiera
despedirse de él para siempre:
-Lo encuentro tranquilo, sereno, como alguien que al fin ha logrado la paz
consigo mismo. Buenas tardes, Caballero.
- Buenas tardes, Calzadilla. Te esperaba y por favor no me llames más Caballero
-contesta al saludo, en voz muy baja, casi inaudible (...).
- ¿Por qué no quiere que le llame Caballero? -preguntó curioso.
- Ya no soy el Caballero de París. Estos no son tiempos de aristócratas ni de
caballeros andantes.
- ¿Ya yo no soy tampoco, su fiel mosquetero? -preguntó.
- No, Calzadilla, desde hace años sólo eres mi fiel psiquiatra."
Estas y otras confesiones fueron registradas por el
Dr.Calzadilla en su libro, en cuya dedicatoria se puede leer: "A la
memoria del loco más cuerdo que haya conocido jamás (...) de su psiquiatra y
fiel mosquetero."
No importa su desaparición física de las calles
pues quedan sus andanzas, ahora en el imaginario popular, en el recuerdo y en
las leyendas de esa Habana que lo eternizó. Lo evocamos cada día los miles de
transeúntes que podemos verlo o tocarlo, en una estatua de bronce, de tamaño
natural, fruto del escultor José Villa Soberón, ubicada en la adoquinada
calle de los Oficios, junto a la Basílica Menor del Convento de San Francisco
de Asís, a unos pasos de la Plaza de las Palomas.
Hoy, en el
35 aniversario de su fallecimiento, los cubanos lo
recordamos y veneramos como uno mas de los nuestros y a mí me gustaría evocarlo
en este poema que les dejo.
Hasta siempre querido y eterno caballero andante!
Me quedo con los locos…
Yo prefiero a los locos,
Los sensibles, los ingenuos
Los soñadores, los ilusos.
Yo me quedo con los rotos,
los heridos de amor,
los que sangran melodías.
Los que lloran poesía,
los que pintan sonrisas,
los que todavía creen en utopías
Me quedo con aquellos,
que se atreve a seguir soñando,
propagando la esperanza,
e invitando a enamorarse.
Yo me quedo con ellos,
los que no se doblegan,
ante la frivolidad y apatía,
con los que sienten y vibran,
con los que AMAN todavía.
Emiliano Sánchez