“Es
espantoso el ruido que se produce cuando un corazón se rompe” Viene a mi mente
esta conmovedora frase mientras intento darle forma a estas ideas. No hablo de
corazones rotos por los calvarios del enamoramiento y/o las veleidades de los
flechazos de Cupido. No, se trata de la muerte, pero no de la muerte en general,
sino específicamente de la de los padres. Hay un antes y un después en relación
con la muerte de los padres. Vivenciarla es tocar fondo mientras el corazón, el cuerpo, el alma y el espíritu estallan
en mil pedazos…
Enfrentar la
orfandad, incluso para personas adultas, es una experiencia sobrecogedora, porque
en lo más recóndito del ser humano dormita ese niño que siempre puede acudir a
la madre o al padre clamando cuidado y protección. Pero cuando parten, esa
opción se desvanece definitivamente, incluso antes de que nos podamos percatar
de ello. Y no, nunca se está listo para este tipo de soledad, brutal, agónica y
visceralmente dolorosa que nos convoca la partida definitiva de un padre.
Se
trata de que ya no estará la posibilidad del mejor y más cálido de los abrazos,
se esfuma ese espacio común donde sentirse frágil, vulnerable, sin temor a la
desnudez, se desmorona ante nuestros ojos esa intimidad construida por años
amén de tantos desencuentros. Se
trata de que ya no estarán aquellos seres a través de los que, con los que e incluso a pesar de los que llegamos a ser lo que somos.
La muerte: de hablar
de ella a vivirla, un gran abismo…
Nunca
estamos del todo preparados para enfrentar la muerte, más aún si se trata de la
de uno de nuestros padres. Es una gran adversidad que difícilmente se llega a
superar totalmente. Normalmente lo máximo que se consigue es un intento de asumirla dignamente para poder convivir con ella. Para superarla, al menos en teoría, tendríamos
que entenderla y la muerte, en sentido estricto, es del todo
incomprensible. Es uno de los grandes misterios de la existencia: quizás
el más grande.
Realmente no solo se
va un cuerpo, sino todo un universo. Un mundo hecho de palabras, de
caricias, de gestos, de complicidad única e irrepetible.
Inclusive, de reiterativos consejos que a veces hartaban un poco y de “manías”
que nos hacían sonreír o frotarnos la cabeza porque les reconocemos en ellas.
Ahora comienzan a extrañarse de un modo inverosímil. Incluso sucede que
comenzamos a replicar sus comportamientos,
modos, maneras… en ese vano, ilusorio y desesperado intento de retenerlos a
toda costa. Sin embargo la muerte es astuta, cauta, impredecible… no avisa.
Puede presumirse, pero nunca anuncia exactamente cuándo va a llegar. En el
fondo quizá la hayamos avistado, pero no nos atrevimos a mirarla de frente
porque contra ella nada se puede… entonces todo se sintetiza en un instante y
ese instante es categórico y determinante: irreversible. Tantas experiencias
vividas al lado de nuestros padres, buenas y malas, se estremecen de repente y
quedan sumidas en recuerdos. El ciclo se cumplió y es momento de decir adiós.
Lo que está, sin
estar…
Pensamos,
por lo general, que nunca va a llegar ese día, hasta que llega y se hace
real. Nos quedamos en shock y solamente vemos una caja, con un cuerpo rígido, frío y quieto, que no habla ni se mueve. Que está ahí, y no…
Porque
con la muerte comienzan a entenderse muchos aspectos de las vidas de las
personas fallecidas. Aparece una comprensión más profunda. Quizás, el hecho
de no tener presente a las personas queridas suscita en nosotros el
entendimiento sobre el porqué de muchas actitudes hasta entonces
incomprensibles, contradictorias o incluso repulsivas.
Por
eso, la muerte puede traer consigo un sentimiento de culpa frente
a quien murió. Es necesario luchar contra ese sentimiento, ya que no aporta
nada, sino hundirte más en la tristeza, sin poder remediar nada ¿Para qué
culparse si uno cometió errores? Somos seres humanos y acompañando a esa
despedida tiene que existir un perdón: del que se va hacia el que se queda o
del que se queda hacia el que se marcha.
Disfrútalos mientras
puedas: no van a estar para siempre…
Cuando
mueren los padres, con independencia de la edad, las personas suelen
experimentar un sentimiento de abandono. Es una muerte diferente a las
demás. A su vez, algunas personas se niegan a darle la importancia que el hecho
se merece, como mecanismo de defensa, en forma de una negación encubierta. Pero
esos duelos no resueltos retornan en forma de enfermedad, de fatiga, de
irritabilidad o síntomas de depresión.
Los padres son el
primer amor.
No
importa cuántos conflictos o diferencias se haya tenido con ellos: son seres únicos e irreemplazables en el
mundo emocional. Aunque seamos autónomos e independientes, aunque nuestra
relación con ellos haya sido tortuosa. Cuando ya no están, se experimenta
su falta como un “nunca más” para una forma de protección y
de apoyo que, de uno u otro modo, siempre estuvo ahí.
De
hecho, quienes no conocieron a sus padres, o se alejaron de ellos a temprana
edad, suelen cargar toda su vida con esas ausencias como un lastre. Una
ausencia que es presencia: queda en el corazón un lugar que siempre los
reclama.
De
cualquier modo, una de las grandes pérdidas en la vida es la de los padres.
Puede ser difícil de superar si hubo injusticia o negligencia en el trato hacia
ellos. Por eso, mientras estén
vivos, es importante hacer conciencia de que los padres no van a estar ahí para
siempre. De que son, genética y psicológicamente, la realidad que nos dio
origen. Que son únicos y que la vida cambiará ineludiblemente, para bien o para
mal, por el resto de la nuestra cuando se hayan ido.
LxA.