domingo, 24 de febrero de 2019

ORFANDAD.


“Es espantoso el ruido que se produce cuando un corazón se rompe” Viene a mi mente esta conmovedora frase mientras intento darle forma a estas ideas. No hablo de corazones rotos por los calvarios del enamoramiento y/o las veleidades de los flechazos de Cupido. No, se trata de la muerte, pero no de la muerte en general, sino específicamente de la de los padres. Hay un antes y un después en relación con la muerte de los padres. Vivenciarla es tocar fondo mientras el  corazón, el cuerpo, el alma y el espíritu estallan en mil pedazos…
Enfrentar la orfandad, incluso para personas adultas, es una experiencia sobrecogedora, porque en lo más recóndito del ser humano dormita ese niño que siempre puede acudir a la madre o al padre clamando cuidado y protección. Pero cuando parten, esa opción se desvanece definitivamente, incluso antes de que nos podamos percatar de ello. Y no, nunca se está listo para este tipo de soledad, brutal, agónica y visceralmente dolorosa que nos convoca la partida definitiva de un padre.
Se trata de que ya no estará la posibilidad del mejor y más cálido de los abrazos, se esfuma ese espacio común donde sentirse frágil, vulnerable, sin temor a la desnudez, se desmorona ante nuestros ojos esa intimidad construida por años amén de  tantos desencuentros. Se trata de que ya no estarán aquellos seres a través de los que, con los que e incluso a pesar de los que llegamos a ser lo que somos.
La muerte: de hablar de ella a vivirla, un gran abismo…
Nunca estamos del todo preparados para enfrentar la muerte, más aún si se trata de la de uno de nuestros padres. Es una gran adversidad que difícilmente se llega a superar totalmente. Normalmente lo máximo que se consigue es  un intento de asumirla dignamente para poder convivir con ella. Para superarla, al menos en teoría, tendríamos que entenderla y la muerte, en sentido estricto, es del todo incomprensible. Es uno de los grandes misterios de la existencia: quizás el más grande.
Realmente no solo se va un cuerpo, sino todo un universo. Un mundo hecho de palabras, de caricias, de gestos, de complicidad única e irrepetible. Inclusive, de reiterativos consejos que a veces hartaban un poco y de “manías” que nos hacían sonreír o frotarnos la cabeza porque les reconocemos en ellas. Ahora comienzan a extrañarse de un modo inverosímil. Incluso sucede que comenzamos a replicar  sus comportamientos, modos, maneras… en ese vano, ilusorio y desesperado intento de retenerlos a toda costa. Sin embargo la muerte es astuta, cauta, impredecible… no avisa. Puede presumirse, pero nunca anuncia exactamente cuándo va a llegar. En el fondo quizá la hayamos avistado, pero no nos atrevimos a mirarla de frente porque contra ella nada se puede… entonces todo se sintetiza en un instante y ese instante es categórico y determinante: irreversible. Tantas experiencias vividas al lado de nuestros padres, buenas y malas, se estremecen de repente y quedan sumidas en recuerdos. El ciclo se cumplió y es momento de decir adiós.
Lo que está, sin estar…
Pensamos, por lo general, que nunca va a llegar ese día, hasta que llega y se hace real. Nos quedamos en shock y solamente vemos una caja, con un cuerpo rígido, frío y quieto, que no habla ni se mueve. Que está ahí, y no…
Porque con la muerte comienzan a entenderse muchos aspectos de las vidas de las personas fallecidas. Aparece una comprensión más profunda. Quizás, el hecho de no tener presente a las personas queridas suscita en nosotros el entendimiento sobre el porqué de muchas actitudes hasta entonces incomprensibles, contradictorias o incluso repulsivas.
Por eso, la muerte puede traer consigo un sentimiento de culpa frente a quien murió. Es necesario luchar contra ese sentimiento, ya que no aporta nada, sino hundirte más en la tristeza, sin poder remediar nada ¿Para qué culparse si uno cometió errores? Somos seres humanos y acompañando a esa despedida tiene que existir un perdón: del que se va hacia el que se queda o del que se queda hacia el que se marcha.
Disfrútalos mientras puedas: no van a estar para siempre…
Cuando mueren los padres, con independencia de la edad, las personas suelen experimentar un sentimiento de abandono. Es una muerte diferente a las demás. A su vez, algunas personas se niegan a darle la importancia que el hecho se merece, como mecanismo de defensa, en forma de una negación encubierta. Pero esos duelos no resueltos retornan en forma de enfermedad, de fatiga, de irritabilidad o síntomas de depresión.
Los padres son el primer amor.
No importa cuántos conflictos o diferencias se haya tenido con ellos: son seres únicos e irreemplazables en el mundo emocional. Aunque seamos autónomos e independientes, aunque nuestra relación con ellos haya sido tortuosa. Cuando ya no están, se experimenta su falta como un “nunca más” para una forma de protección y de apoyo que, de uno u otro modo, siempre estuvo ahí.
De hecho, quienes no conocieron a sus padres, o se alejaron de ellos a temprana edad, suelen cargar toda su vida con esas ausencias como un lastre. Una ausencia que es presencia: queda en el corazón un lugar que siempre los reclama.
De cualquier modo, una de las grandes pérdidas en la vida es la de los padres. Puede ser difícil de superar si hubo injusticia o negligencia en el trato hacia ellos. Por eso, mientras estén vivos, es importante hacer conciencia de que los padres no van a estar ahí para siempre. De que son, genética y psicológicamente, la realidad que nos dio origen. Que son únicos y que la vida cambiará ineludiblemente, para bien o para mal, por el resto de la nuestra cuando se hayan ido.
LxA.


1 comentario:

  1. Me gusta este blog, es algo que reflexionas de manera profunda, seria, amena y comprensible.En este artículo se reflejan cosas importantes. Según mi criterio lo más importante entre padres e hijos es la comunición y emprender acciones juntos, de cualquier tipo, así el sentimiento de orfandad puede enmascararse con el recuerdo.

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