Foto de archivo / Sitio: es.123rf.com
Cada
memoria enamorada guarda sus magdalenas y la mía —sábelo, allí donde estés— es
el perfume del tabaco rubio que me devuelve a tu espigada noche, a la ráfaga de
tu más profunda piel. No el tabaco que se aspira, el humo que tapiza las
gargantas, sino esa vaga equívoca fragancia que deja la pipa en los dedos y que,
en algún momento, en algún gesto inadvertido, asciende con su látigo para encabritar
tu recuerdo, la sombra de tu espalda contra el blanco velamen de las sábanas.
No
me mires desde la ausencia con esa gravedad un poco infantil que hacía de tu
rostro una máscara de joven faraón nubio. Creo que siempre estuvo entendido que
sólo nos daríamos el placer y las fiestas livianas del alcohol y las calles
vacías de la medianoche. De ti tengo más que eso, pero en el recuerdo me
vuelves volcada, nuestro planeta más preciso fue ese donde lentas, imperiosas
geografías iban naciendo de nuestros viajes, de tanto desembarco amable o
resistido, de embajadas con cestos de frutas o agazapados flecheros, y cada
poza, cada río, cada colina y cada llano los ganamos en noches extenuantes,
entre oscuros parlamentos de aliados o enemigos. ¡Oh viajera de ti misma,
máquina de olvido! Y entonces me paso la mano por la cara con un gesto
distraído y el perfume del tabaco en mis dedos te trae otra vez para arrancarme
a este presente acostumbrado, te proyecta antílope en la pantalla de ese lecho
donde vivimos las interminables rutas de un efímero encuentro.
Yo
aprendía contigo lenguajes paralelos; el de esa geometría de tu cuerpo que me
llenaba la boca y las manos de teoremas temblorosos, el de tu hablar diferente,
tu lenguaje insular que tantas veces me confundía. Con el perfume del tabaco
vuelve ahora un recuerdo preciso que lo abarca todo en un instante que es como
un vórtice, sé que dijiste: “Me da pena”, y yo no comprendí porque nada creía
que pudiera apenarte en esa maraña de caricias, que nos volvía ovillo blanco y
negro, lenta danza en el que uno pesaba sobre el otro para luego dejarse
invadir por la presión liviana de unos muslos, de unos brazos, rotando
blandamente y desligándose hasta otra vez ovillarse y repetir las caídas desde
lo alto o lo hondo, jinete o potro, arquero o gacela, hipógrafos afrontados,
delfines en mitad del salto. Entonces aprendí que la pena en tu boca era otro
nombre del pudor y la vergüenza, y que no te decidías a mi nueva sed que ya
tanto habías saciado, que me rechazabas suplicando con esa manera de esconder
los ojos, de apoyar el mentón en la garganta para no dejarme en la boca más que
el negro nido de tu pelo.
Dijiste:
“Me da pena, sabes”, y volcada de espaldas me miraste con ojos y senos, con
labios que trazaban una flor de lentos pétalos. Tuve que doblar los brazos,
murmurar mi último deseo con el correr de las manos por las más dulces colinas,
sintiendo como a poco cedías y te echabas de lado hasta rendir el sedoso muro
de tu espalda donde un menudo omóplato tenía algo de ala de ángel mancillado.
Te daba pena, y de esa pena iba a nacer el perfume que ahora me devuelve
tu vergüenza antes de que otro acorde, el último, nos alcanzara en una misma
estremecida réplica. Sé que cerré los ojos, que lamí la sal de tu piel, que
descendí volcándote hasta sentir tus riñones como el estrechamiento de la jarra
donde se apoyan las manos con el ritmo de la ofrenda; en algún momento llegué a
perderme en el paisaje hurtado y prieto que, desde allá, desde tu país de
arriba y lejos, murmuraba tu pena una última defensa abandonada.
Con
el perfume de tu boca del tabaco rubio en los dedos asciende otra vez el
balbuceo, el temblor de ese oscuro encuentro, sé que mi boca buscó la oculta
boca entumecida, el labio único ciñéndose a su miedo, el ardiente contorno rosa
y bronce que te libraba a mi más extremo viaje. Y como ocurre siempre, no sentí
en ese delirio lo que ahora me trae el recuerdo desde un vago aroma de tabaco,
pero esa musgosa fragancia, esa canela de sombra hizo su camino secreto a
partir del olvido necesario e instantáneo, indecible juego de la carne que
oculta a la conciencia lo que mueve las más densas, implacables máquinas del
fuego. No era sabor ni olor, tu más escondido país se daba como imagen y
contacto, y sólo hoy unos dedos casualmente manchados de tabaco me devuelven el
instante en el que me enderecé sobre ti para lentamente reclamar las llaves de
pasaje, forzar el dulce trecho donde tu boca tejía las últimas defensas ahora
que con la boca hundida en la almohada sollozabas una súplica de oscura
aquiescencia, de derramado pelo. Más tarde comprendiste y no hubo pena, me
cediste la ciudad de tu más profunda piel desde tanto horizonte diferente,
después de fabulosas máquinas de sitio y parlamentos y batallas.
En
esta vaga vainilla de tabaco que hoy me mancha los dedos se despierta la noche
en que tuviste tu primera, tu última pena. Cierro los ojos y aspiro en el
pasado ese perfume de tu carne más secreta, quisiera no abrirlos a este ahora
donde leo y fumo y todavía creo estar viviendo.
Julio Cortázar
No hay comentarios.:
Publicar un comentario