Vea, yo sé que es poco seductor un texto con este título, que estamos muy ocupados en vivir como para leer extravíos filosóficos de incierta utilidad. Aún así, dese una vuelta por estas líneas: quiero decirle algo sobre la tristeza.
Si hay una palabra con mala prensa, esa es tristeza, dudoso privilegio que comparte con culpa, pesimismo o angustia, por citar algunas de las más vergonzantes en un mundo donde el logro de la felicidad es una obsesión.
Bajo la tiranía de lo individual y del narcisismo no hay sitio para los que tenemos el mal gusto de ponernos tristes o melancólicos. La tristeza es propia de los “perdedores” y dígame: ¿quien desea integrar ese equipo de infelices?
La felicidad ha sido entronizada como ciencia y como industria. Cualquier muestra de congoja o el más módico pesar son interpretados como antesala de la depresión y disparan andanadas de Prozac y Rivotril, mientras los pregoneros de la belleza y la juventud alzan sus voces contra la pena y el tiempo armados de botox, colágeno y siliconas.
Dígame: ¿alguna vez no dudó sobre la perfección de algunas redondeces?
El imperio de lo redondo y plástico se ajusta a la imagen que propone la globalización, figura que evoca un globo inflado, abundante pero a la vez hueco y vacío, resbaladizo y frágil.
Ni el mismo Aldous Huxley hubiera imaginado un mundo tan feliz, saciado de gente en apariencia dichosa pero abundante en deprimidos.
Sostener una vida sin desdichas resulta muy costoso, la tristeza extirpada por mandato cobra su deuda en depresiones, fobias y ataques de pánico.
Créame: cuando eliminamos la tristeza suprimimos el pensamiento y lo convertimos en la primera víctima del poder que, camuflado de globo, se desvela por mantenernos ocupados y mejor aún enfrentados.
Dice un personaje de un cuento de Dolina:…“Casi todos los aparatos y artificios que el hombre ha inventado para producir alegría suspenden toda reflexión: la pirotecnia, la música bailable, las cantinas de la Boca, el mete gol, los concursos de la televisión, las quermeses”...
Es mejor no pensar proclaman los evangelistas de la felicidad y hordas de psicólogos positivistas cuelgan en la Web pasacalles con leyendas como: “Prohibido estar Triste” o “Si algo no tiene solución, para que hacerse problema”… Mire, negar la tristeza es tan absurdo como negar el dolor físico. Ambos nos alertan, uno nos hace críticos y sujetos de la duda, el otro nos avisa sobre las amenazas de daño corporal.
¿Sabe cual es el problema?: hay quienes confunden alegría con anestesia, así como otros ven en la esperanza un plazo fijo.
Haga una prueba: consiga un cuestionario de síntomas de la alegre Comisión Mental de Nueva York y llénelo. Si Ud. admite que siente poco interés por las cosas, que duerme mucho o muy poco, que tiene escasa energía y apetito o padece problemas para concentrarse: Ud. es un depresivo. Resulta irrelevante si lo echaron del trabajo, si su mujer lo engaña con el plomero o si no le sale ni un crucigrama: Ud. está deprimido.
La psiquiatría de la globalización ha trasformado la pena normal en trastorno depresivo. Contradiciendo al globo de superficie lisa y afable, el mundo que habitamos tiene una corteza áspera, poblada de escollos. Ser humano significa reaccionar con sentimientos tristes a esos escollos o adversidades, superarlos y crecer con cada experiencia.
No se preocupe: la tristeza está porque nacimos, es el resultado de la conciencia que todo hombre tiene de su muerte. Una vida plena solo es posible cuando aceptamos que tenemos fecha de vencimiento. Si, si, ya se... es verdad que en ocasiones estaremos tristes, pero ¡pensantes!
Admitir nuestra caducidad es el paso necesario para convertirnos en personas que abandonan la fantasía de ser únicos -como todos nos soñamos- y aceptar la alteridad: Solo somos con y entre otros, aunque haya que ir a las reuniones de consorcio...
Es urgente por estos tiempos, una buena dosis de tristeza que nos descentre, nos permita reconocer a los demás y nos recree como sujetos críticos. Tengo que ir a mis sesiones de pilates, masaje capilar y tonificación glútea.
Si no estuviese tan apurada hasta me animaría a escribir como lo hiciera Flaubert: «Para ser crónicamente feliz, uno debe ser también absolutamente estúpido».
JP.
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