I
El alba inútil me sorprende.
El alba inútil me sorprende en una esquina desierta; sobreviví a la noche.
El alba inútil me sorprende.
El alba inútil me sorprende en una esquina desierta; sobreviví a la noche.
Las noches
son como olas orgullosas; olas azul oscuro, de pesadas crestas, cargadas con
los tonos de profundos despojos, cargadas de improbables y deseables cosas.
Las noches
acostumbran misteriosos dones y rechazos, de cosas que se dan por la mitad y a
medias se retienen, de delicias que albergan un hemisferio oscuro. Así obra la
noche, yo te digo.
La marea,
esa noche, me dejó los jirones y retazos disjuntos de costumbre: algunas
amistades que odio, para charlar; música para sueños; la humareda de cenizas
amargas. Las cosas a las que mi corazón hambriento no puede hallarles uso. La
gran ola te trajo.
Palabras y
palabras, cualesquiera, tu risa; y tú tan perezosa e incesantemente bella.
Hablamos, y olvidaste las palabras.
El alba
destructora me encuentra en una calle desierta, en mi ciudad.
Tu perfil
que se aleja, los sonidos que conforman tu nombre, la cadencia de tu risa: esos
son los ilustres juguetes que dejaste para mí.
Los
revuelvo en el alba, los pierdo, los encuentro; se los cuento a los escasos
perros vagabundos y a las pocas estrellas vagabundas del alba.
Tu rica
vida oscura…
Debo
alcanzarte, de algún modo; aparto estos ilustres juguetes que dejaste para mi,
quisiera tu mirada subrepticia, tu sonrisa real; esa sonrisa solitaria y mordaz
que la frialdad de tu espejo conoce.
II
¿Con qué
podría retenerte?
Te ofrezco
magras calles, ocasos desesperados, la luna de los corroídos suburbios.
Te ofrezco
la amargura de un hombre que ha mirado largamente a la luna solitaria.
Te ofrezco
mis ancestros, mis muertos, los fantasmas que hombres vivientes han honrado en
bronce: al padre de mi padre muerto en la frontera de Buenos Aires, dos balas a
a través de sus pulmones, barbado y muerto, amortajado por sus soldados en el cuero de una
vaca; el abuelo de mi madre -con tan sólo veinticuatro años- encabezando una
ofensiva de trescientos hombres en el Perú, ahora sólo espectros sobre
desvanecidos caballos.
Te
ofrezco, sea cual fuere, cualquier agudeza que puedan contener mis libros, cualquier
hombradía o humor en mi vida.
Te ofrezco
la lealtad de un hombre que jamás ha sido leal.
Te ofrezco
ese meollo de mí mismo que he salvado, de algún modo: el corazón central que no
comercia con palabras, no trafica con sueños, y está intocado por el tiempo, por
la alegría, por las adversidades.
Te ofrezco
la memoria de una rosa amarilla vista en el ocaso, años antes de que hubieras nacido.
Te ofrezco
explicaciones de ti misma, teorías de ti misma, auténticas y sorprendentes
noticias de ti misma.
Te puedo
dar mi soledad, mi oscuridad, el hambre de mi corazón; intento sobornarte con la
incertidumbre, con el peligro, con la derrota.
Jorge Luis Borges.
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