Cuando era una niña tenía toda clase de fantasías con el tiempo y con el hecho de ser mayor. Obsesiones diría yo. No sabía bien de ello por aquel entonces, pero asoman a mi memoria muchos recuerdos al respecto. Solía aparentar que tenía más edad, de una manera casi siempre absolutamente ridícula en mi profunda inocencia; tengo ejemplos memorables que contaba mi madre con un orgullo que bordaba límites rayanos en la demencia.
Según ella, agotaron en casa todas las terapias sin éxito; yo abandoné los 3 tetes que usaba delirantemente desde que nací en el momento justo en que me probaron el uniforme escolar, aquella entrañable saya azul de tachones y blusita gris porque “los niños grandes que van a la escuela, no chupan tete pues sino, no crecen rápido”.
Cuando poco tiempo después regresaba de la escuela, luciendo mi flamante uniforme y Rita, mi anciana vecina me preguntaba en qué grado estaba, con total descaro le decía que en el pre, y digo así porque omitía con total ausencia de vergüenza la palabra escolar. Sí, tenía 5 años y estaba en prescolar. Mi madre y ella solían conspirar y me repetían una y otra vez la misma pregunta, solo para reirse con mi ingenuidad; obteniendo invariablemente la misma respuesta, ya ven, tales eran mis deseos de crecer.
Circulaban por la ciudad unos ómnibus que se me antojaban gigantes, eran las famosas guaguas Leyland, de las que recuerdo sus asientos tapizados en vinyl verde, sobre todo porque ninguno de mis padres, ni siquiera mis abuelos, lograron jamás que me sentara en ellos, no mientras los pies me quedaran colgando en el aire, porque para mí eso delataba que aún no era suficientemente “grande”. Entonces iba cargada en los brazos de cualquier familiar de turno, eso sí, siempre agarrando con mis dos manos el tubo horizontal “para no caerme”, como el resto de los que iban de pie.
Pocos años después comenzaron mis ensoñaciones acerca de cumplir los quince, me parecían tan lejanos… y aparte de querer que volara el tiempo para perfilarme las cejas, pintarme los labios María y rasurarme las piernas; lo vital e imprescindible era usar tacones; hecho absolutamente tributario de las chicas “mayorcitas”. Por ese entonces ya había pasado por mis manos toda la colección de libros de la sección juvenil de la biblioteca nacional y los sueños y las fantasías tomaban tintes mas concretos y las aspiraciones de autonomía e independencia fueron llegando para quedarse a dirigir lo que ha sido este viaje, mi vida hasta el día de hoy. Viaje lúdico y maravilloso, preñado de imprevistos e incertidumbres, con vuelos altísimos, caídas estrepitosas, alegrías indescriptibles y dolores brutales, sacrificios interminables y momentos extraordinarios, en fin, la vida y su eterna constante: el aprendizaje.
Llegado aquí qué puedo decirles a solo 24 horas de terminarse el año 2019? Ha pasado medio siglo y sigo obsesionada con el tiempo, continúo imaginando cómo seré de mayor; es que no puedo hacer otra cosa, ni quiero. Me sigo asomando a mi vida con esa mirada ingenua que me permite verla con la gracia infinita del que mira a través del amor y la bondad, muy a pesar de todo y de algunos, por suerte no de muchos. Abrazo y agradezco cada día como si fuera el primero, pero me aseguro de vivirlo con la misma intensidad que si fuera el último, por si acaso. Y sobre todo no permito que me abandone la capacidad de asombrarme, de maravillarme, de aprender y de reir, pues al fin y al cabo, la vida es una broma muy seria, pero definitivamente una broma.
A modo de despedida de 2019, y para todos mis amigos;
rememoro una antigua publicación:
“He llegado por fin a lo que quería ser de mayor: una niña. Un poco de ingenuidad nunca se aparta de mí. Y es ella la que me protege”
Feliz 2020!
A modo de despedida de 2019, y para todos mis amigos;
rememoro una antigua publicación:
“He llegado por fin a lo que quería ser de mayor: una niña. Un poco de ingenuidad nunca se aparta de mí. Y es ella la que me protege”
Feliz 2020!
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