He escuchado mucho decir que la gente que no es feliz hiere mucho. No es cierto. He visto gente despedazada ser capaz de levantarte de la cama. Gente desbordada de angustia, que te sorprende dándote el empujón, ése que te impulse a lo que ellos mismos ni siquiera pueden aún. La gente herida ama de un modo especial. Te cuida y te mira diferente. Sabe de desamparo y sabe qué se siente luchar con monstruos, con demonios; sabe de estar vencido, deshecho y aún así recoge pedazo por pedazo e intenta a ciegas, sin norte, reconstruirse.
Esa gente es capaz de ir en tu dirección sin siquiera tú pedirlo y si es preciso derribarte la puerta para ofrecerte, fijo y como mínimo, su presencia, su silencio y un abrazo. Y éso no hiere. Hiere el egoísta, el mentiroso, el manipulador, el soberbio, el resentido, el que odia…
La gente que está lastimada no molesta, solo es infeliz pues no sabe cómo ser de otro modo. Nunca alcanzó a entender de qué manera lograrlo. Sin embargo esa gente aprende a amar desde sus propias fracturas, desde sus múltiples vacíos, empleando las escasas fuerzas que les ha dejado su interminable lucha, solo para sostenerte, para no dejarte caer.
Esa gente te deslumbra con una generosidad afectuosa sin límites ni paralelo, aún cuando ha sido brutalmente rota. Brilla cuando al intentar recomponerse, entiende que ha perdido piezas y lejos de rendirse, construye algo mejor en ese intento de encontrar nuevas razones para armarse, para dejarse encantar y caminar una vez más.
Esa gente te mima con la caricia que le falta, te acuna y toca tu alma con la entereza que puede que no tenga para sí, lo repara todo y encima te ayuda a reconstruir tu mundo… esa gente es poesía.
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